Artículos de Opinión

Cansados de esperar en mi casa, la llegada de Salvador Reyes, con Rojas Jiménez, fuimos a buscarlo al “Hotel Colón”, donde alojaba su padre, el conocido don Salvador, de rica veta minera.

Un mozo nos llevó hasta el segundo piso del hotel, y en un hall con grandes espejos, nos indicó “segunda puerta a la derecha”. Está solo el jovencito; don Salvador salió ésta mañana para Antofagasta en el vapor América.
Golpeamos.

¿Quién es?
Somos nosotros... ¡Abre!
¡Váyanse!
¿Estás loco?
Si, de remate, ¡váyanse!, no molesten...
Abre la puerta, estoy con Maria

El mozo miraba extrañado. Salvador hizo girar la llave diciendo – pasen -.
Ahí estaba él in-co-no-ci-ble.

Junto a nosotros pasó otro empleado, anunciando la llegada del automóvil que lo llevaría a la estación, entregándole a nuestro amigo un boleto de primera clase para el ferrocarril a Santiago. Mudos de sorpresa lo seguimos al coche que esperaba.

¿Que quieren? - nos dijo amargado- fue una mala pasada.

Ya en la estación terminó su historia. “Mi padre, después de una opípara comida preocupado de mi bohemia, que según él duraba demasiado, me invitó a quedarme anoche en su compañía. Acepté tentado por el recuerdo de los blandos colchones. Mientras dormía me cambió la ropa, mi raída chaqueta a cuadros y mis pantalones, por este dominguero terno azul; mi querida cachimba por esta aflautada boquilla, y mi chambergo, por este ridículo sombrero tongo. ¡Tuve que vestirme! ¡Qué otra cosa podía hacer!. Al mirarme en el espejo en ésta facha no me atreví a salir a la calle. Créanmelo, fue todo un ardid, regresaré pronto, y, tirando de una cadena de oro, que le salía de uno de sus bolsillos, comprobó en un reluciente reloj, que el tren venía con cinco minutos de retraso.

 

Este contenido es parte de los manuscritos del libro Puelche, que María Lefebre preparaba antes de su partida.

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