Artículos de Opinión

Mario Ferrero, escritor.

 

El que no conoce a María Lefebre, conoce sólo la mitad de Chile”, me decía un periodista en cierta ocasión en que hablábamos de su famoso naipe de la suerte. Felizmente, nosotros la conocemos desde tiempos muy lejanos; tal vez, desde siempre. Y guardamos de ella, entre muchas otras, dos imágenes remotas que los años no han logrado borrar de la memoria.

La primera la sitúa a orillas del mar, en la playa de San Sebastián, caminando, distraída, con un inmenso pez a cuestas que le acababan de regalar unos pescadores y que María traía a nuestra casa como un generoso aporte para el almuerzo. El tal pescado resultó ser un toyo gigante lleno de peces menores, con los que María estuvo preparando un delicioso cebiche que duró varios días. Cada mañana, a eso de las once, la incomparable amiga nos invitaba a beber un aperitivo de su invención, acompañado de ese picante a la peruana capaz de resucitar a los muertos más antiguos y testarudos.

Después, con la mayor naturalidad, nos llevaba a almorzar fuera de casa. Preguntábamos extrañados dónde sería la merienda, ya que estábamos al comienzo de la primavera y el balneario estaba desierto de amigos y vecinos. «No se preocupen», contestaba. «Salgamos a caminar, a dar una vuelta por el pueblo; no faltará quien nos invite». Y ante nuestro asombro, así ocurría a diario. A medio camino, María hacía una rápida y cordialísima amistad con una mujer del pueblo que horneaba sus empanadas, o con un huaso rico que terminaba por invitarnos a su «tierrita». Tampoco faltó el forastero triste a quien había que curar males de amor a cambio de una alegre merienda colectiva.

Cuando todo esto fallaba, nuestro ángel tutelar se encargaba de convencer a la inquilina del fundo más cercano de que aquel pato negro estaba enfermo y terminaría por contagiar a los demás. A lo cual agregaba, con gesto decidido: »hay que matarlo y asarlo en llama lenta de maqui o eucaliptus. Es el mejor remedio para la tristeza». La inquilina, siempre dispuesta a la magia de la superchería, aportaba el vino y el pan amasado, feliz de haberse librado de los augurios del pato negro.

El delicioso encanto de María nos permitía vivir una vida adánica, despreocupada, siempre en trance de humor y de aventura. Nadie en nuestro grupo hacía nada que no fuera leer, escribir de vez en cuando, contemplar el movimiento infinito del mar y vagabundear a sus anchas, como si estuviésemos en el primer día de la creación. Andábamos a medio vestir, sin afeitarnos, charlando con arrieros y pescadores como si se tratara de viejos amigos de la infancia. O nos íbamos, al atardecer, a los bares de San Antonio, a compartir la noche bullanguera y algo escandalosa de las gentes de mar.

En una ocasión en que andábamos de compra por las calles del puerto, María me advirtió de pronto con su voz áspera, ronquísima: »¡Estás más feo que nunca. Voy a pedir prestada una peluquería para cortarte el pelo y afeitarte*. Y sin decir agua va entró a un boliche, habló con el dueño una jerigonza exquisita y me sentó en el blanco sillón de los condenados a diálogo perpetuo. Yo debo haber salido de allí como un San Lázaro, porque el dueño de la peluquería, un chinito pequeño y nervioso, no terminaba de disculparse. «¡Peldón, señol, peldón. Pelo esta señola tuvo la culpa. Es una señola muy lala«.

La otra imagen, también con fondo de mar, me recuerda a María Lefebre en cuclillas, escribiendo sus cartas en la arena de la Playa de los Muertos, detrás de Las Cruces. Eran unas cartas inmensas, cargadas de recuerdos y ternuras, que comenzaban en la Playa Amarilla e iban a terminar cerca de El Tabo. De improviso venía el mar y borraba casi íntegra la página treinta y dos. Entonces María echaba un lagrimón de enamorada y me decía muy triste: »Esta página no llegará jamás a su destino».

A todo esto hay que advertir que en esa época María Lefebre ya era abuela, que tenía a su haber dos matrimonios que le habían dejado, en conjunto, una familia de once hijos; que varios de esos hijos se casaron a su vez y que los nietos, fieles a la tradición hogareña, han continuado escribiendo cartas en la arena. Todo lo cual dará una idea de su asombroso espíritu juvenil, de su candor humanísimo, de esa irresistible bondad y simpatía que la han convertido en la mujer más popular de Chile. Para educar, formar y proteger a esa numerosa familia, María ha tenido que trabajar duro en las cosas más disímiles y pintorescas, sin perder jamás su sentido del humor y del absurdo. Hizo periodismo escrito y radial; editó, hace años, la revista «Selecciones», una especie de Reader Digest chileno, la publicación con más erratas tipográficas, gazapos y anacronismos de que se tenga memoria en el país.

Pero su máxima aventura editorial ha sido el naipe de la suerte, del que se hicieron tres ediciones que le permitieron vivir durante varios años. La invención fue simple y hermosa. Mezclando pacientemente sus conocimientos de quiromancia, cartomancia, sicología aplicada, grafología y sobre todo »cachativa«, vino a dar en la ingeniosa idea de fabricar un naipe de la suerte, baraja que utilizaron varias generaciones de enamorados, abúlicos e hiperestésicos. Dada su condición angélica, irremediablemente enamorada de la vida, bondadosa y soñadora como todo buen poeta, María organizó su naipe en torno exclusivo de la buena fortuna, de tal manera que todo aquel que lo consultaba quedaba en paz con su conciencia y hasta se volvía emprendedor, alegre y dicharachero. La curiosa innovación fue una de las causas de su éxito. En el naipe de María, toda desavenencia amorosa se resolvía favorablemente, los amores truncos se renovaban en alguna parte del cielo o de la tierra, regresaban los rebeldes al hogar, los negocios terminaban en la más imprevista de las fortunas y los eternos sedentarios no terminaban de viajar hacia los cuatro puntos cardinales.

Igual criterio siguió siempre en su ocasional profesión de quiromántica. Sí, porque María Lefebre también ha sido adivina. ¡Y de las buenas! Si lo sabré yo, que fui su ayudante durante una deliciosa temporada en su casa de la Av. Independencia, más allá de la Plaza Chacabuco. Allí llegaban automóviles de lujo y señoras encopetadas a consultar a »Madame Lefebre«, la célebre adivina. Como María estaba siempre ocupada en preparar causeos, contar historias inverosímiles o evocar a sus amigos desaparecidos, un día me inició como su ayudante. Y sin pensarlo dos veces, me colocó una capa negra con dragones bordados, un turbante de seda lila y unas enormes sandalias que más parecían embarcaciones fenicias. Así vestido de príncipe hindú, sin más conocimientos que la malicia criolla, me lancé a la singular tarea de adivinar el porvenir.

El problema más grave era el de contener la risa. Pálido y trascendental, envuelto en el humo de un cigarrillo de opereta, yo tenía que inventar cuanta fábula se me viniera a la cabeza, barajar fechas y signos del zodíaco, hacer preguntas impertinentes que ruborizaban a las señoras, y luego dar los consejos más absurdos y despampanantes como si se tratara de recetar una aspirina.

Nunca cobró María las consultas de amor en dinero efectivo. Le parecía bochornoso, atentatorio contra la magia poética, que era en definitiva la única ley que orientaba su ciencia inaudita. Las consultas sentimentales debían ser pagadas en especies y, para ser más explícitos, en vituallas comestibles. Los fugitivos del hogar volverían con dos gallinas catalanas de cola negra, las novias llegarían al altar mediante los sortilegios de un saco de mariscos, regresarían los viajeros a la saga de un congrio de ojos verdes y las pololas seguirían pololeando si traían alcachofas, perdices, aceitunas. Con tan curioso estipendio se preparaban unos almuerzos resonantes, de los cuales disfrutaba toda la cofradía. Porque la casa de »madame Lefebre« fue siempre una especie de hermandad americana, el asilo común de poetas y estudiantes, vagabundos y políticos en desgracia. Entre los más asiduos concurrentes figuraban Teófilo Cid, Víctor Sánchez Ogas, Manolo Rueda, Ramoné Reyna, Carlos de Rokha, Germán Montero, Israel Roa, Vicente Peredo.

Terminado el almuerzo entre entusiastas libaciones, los comensales debíamos salir al patio a recoger amuletos para las consultas del día siguiente. Plumas de ganso o codorniz, horquillas en desuso, caparazones de mariscos, humildes cascos de botella, eran convertidos por María en piedras preciosas, talismanes de misterioso sortilegio, amuletos sagrados para el corazón ansioso de las viejas. A estos modestos objetos, la poetisa les buscaba una significación esotérica, los ponía en un cofre de madera de sándalo y así, perfumados y magnéticos, quedaban aptos para recorrer el mundo encantado de la superchería.

A la mayor parte de los artistas extranjeros que alguna vez visitaron el país, a los exiliados políticos de las numerosas dictaduras americanas, a los estudiantes universitarios venidos desde cualquiera parte del planeta, los conocí en casa de María Lefebre. Allí llegó siempre todo aquel que tuviese necesidad de afecto y compañía, tanto por la nombradía intelectual de la señora, como por ser su casa la de todos, el sempiterno hogar de los hombres perdidos. Convivió indistintamente con sacerdotes y bandidos, con políticos y pastores, con conservadores y comunistas. Bailó una cueca con Arturo Alessandri, jugó ajedrez con Monseñor Caro, fue amiga de El Torito y Roberto Haebig. En su casa se refugiaron los políticos de distintos bandos en la hora ingrata de la persecución y el destierro; recorrió el país en campañas políticas, hablando a la chilena; navegó sola por las islas de Chiloé en una balsa destartalada, y vino a terminar en su enorme marquesa de nogal, desde donde imparte instrucciones como un general retirado que comanda su tropa de interminables visitas.

En los años en que yo comencé a escribir, María vivía en un departamento subterráneo de la calle Ismael Valdés Vergara, en pleno Parque Forestal. Entre las muchas curiosidades que ostentaba esa residencia, recuerdo, una especialmente curiosa: la casa no tenía muebles. Tal vez por el deterioro del uso o por evitarse el aseo demasiado minucioso, María los había eliminado de plano. En su reemplazo había colocado unas largas esteras de totora que cubrían todo el piso del departamento y buena parte del zócalo. De tal manera que los comensales se acomodaban en el suelo, apoyados en la pared o en los múltiples cojines que volaban de un lado a otro de las piezas.

La casa guardaba otra particularidad que no he vuelto a ver en parte alguna. En el centro de la cocina asfaltada y casi desnuda, había un enorme fondo de hierro, tipo regimiento, que se mantenía constante y milagrosamente encendido. De vuelta de nuestras correrías nocturnas lanzábamos allí, desde lejos y sin preparación alguna, toda clase de alimentos y vituallas: carne de cerdo o de cordero, pescados, mariscos, verdura o cereales, condimentos o legumbres. Con esos capitosos pertrechos, las hijas de María servían a toda hora, en platos hondos de aluminio que andaban de mano en mano, unos maravillosos curantos o cazuelas de no sé qué, las que tenían la virtud de ponernos alegres y optimistas. Entonces comenzaban las canciones, las lecturas de poesía, las historietas o chascarros, toda esa fábula pintoresca y alocada que nos ayudaba a vivir, y que hace honda y liviana la candorosa vida de los artistas.

En una de esas noches inolvidables, cuando estaba la charla en el punto más alto del ingenio, se apagaron las luces. Al parecer, se habían quemado los tapones. Lo más cuerdo hubiese sido que uno de nosotros se hubiese levantado a arreglarlos. Pero nadie se movió de su sitio. Entonces María, como la cosa más natural del mundo, mandó a la esquina a comprar un paquete de velas. Y con velas se vivió en esa casa maravillosa durante siete años, hasta que un día, de regreso de uno de nuestros viajes, nos encontramos con el departamento cerrado y en la más negra de las penumbras.

Todo hecho trágico, serio o trascendente en que interviniera accidentalmente María, se convertía de inmediato y por arte de magia en una suma de absurdos, en algo cómico o grotesco, liviano o jocoso, siempre fraterno como si la fraternidad universal fuera el destino de su vida. Recuerdo cierta ocasión en que la Alianza de Intelectuales de Chile, luego de una sesuda reunión de Directorio, nos encomendó a Nicasio Tangol y a mí, la delicada misión de fundar en Valparaíso una filial de la institución santiaguina. Esa noche nos encontramos casualmente con María. Al contarle lo del viaje, nos dijo de inmediato: — »Yo voy con ustedes. Conozco allí mucha gente y les puedo servir en lo que venga. Esta noche vagabundeamos juntos y mañana, a primera hora, partimos».

Y claro que partimos, pero no hicimos nada de lo que debíamos hacer. En Valparaíso visitamos a Zoilo Escobar y fuimos con él a los bares porteños, sin acordarnos para nada de nuestra misión. En la noche partimos al Casino y nos pelaron. Al día siguiente, en Quillota, arrendamos unos burros y salimos a recorrer las afueras del pueblo. Al atardecer nos fuimos a Quintero a visitar a un ceramista. Y el tercer día lo ocupamos en bogar por la bahía, cantando alegremente unos aires marineros.

Cuando veníamos de regreso en el tren, al quinto día, Nicasio se volvió y nos gritó angustiado:

— ¿Y la Alianza porteña? ¿Qué vamos a decir en Santiago?
— ¿Qué Alianza? — le contestó María.

Así es María Lefebre, la mujer más popular de Chile, quien se encuentra ahora enferma y quiere ver a sus amigos. Si usted, lector de provincia, viene a Santiago y se encuentra solo y desencantado, pregunte por María y vaya a verla. Se encontrará con el ser más humano y simpático del mundo. Lo hará sentar al borde de su cama y le dirá riendo, con su ronca voz de marino: —» ¿Y tú, dónde te habías metido? ¿Cómo están tu mujer y tus chiquillos?"

Y usted sonreirá, feliz de haber nacido.

 

Autor: Mario Ferrero. Escritores a trasluz. Publicado por Editorial Universitaria, 1971.

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