Una mujer que siempre cantó a toda voz su alegría de vivir, que tuvo tantos amigos como los que cupieron en su vibrante corazón de poeta, en una existencia donde hubo un solo prejuicio: el amor y la lealtad. Para Ella los seres no eran ni viejos ni jóvenes, sino permanentes buscadores de un destino. Nunca publicó un libro, pero sus poemas quedaron diseminados en diarios y revistas, en papeles escritos al calor de sus más puras y nobles inquietudes. Algún día, alguna mano cariñosa, como fue la suya, los reunirá en un texto. Será ése el mejor homenaje que se le rinda y la prueba más tangible de la gratitud que muchos le deben.
Una mujer que siempre cantó a toda voz su alegría de vivir, que tuvo tantos amigos como los que cupieron en su vibrante corazón de poeta, en una existencia donde hubo un solo prejuicio: el amor y la lealtad. Para Ella los seres no eran ni viejos ni jóvenes, sino permanentes buscadores de un destino. Nunca publicó un libro, pero sus poemas quedaron diseminados en diarios y revistas, en papeles escritos al calor de sus más puras y nobles inquietudes. Algún día, alguna mano cariñosa, como fue la suya, los reunirá en un texto. Será ése el mejor homenaje que se le rinda y la prueba más tangible de la gratitud que muchos le deben.
La verdadera María.
Por Licha Ballerino.
Mi madre le sacó el jugo a la vida. El ser más vital que darse pueda. De una pobreza cósmica, fue rica en alegría, en amigos, en increíbles". Afirma Sylvia Barella, la primera de los once hijos que María Lefebre gestó en sus entrañas fecundas a lo largo de su extraordinaria vida. Madre grande en el sentido exacto que esa palabra tiene. Por eso, en el último día de su maravillosa existencia, estaban rodeando su lecho los once retoños junto a todos sus nietos y bisnietos. Nadie faltó a la despedida.
Tuvo una existencia dura, pero nació en cuna de oro. En Viña del Mar la llamaban "princesita del dólar". Su abuelo, don Ricardo Lever, era inmensamente rico, dueño de casi todo Cerro Castillo, y otras heredades. Su familia era la de los primeros puentes, primeras locomotoras, la maestranza de Caleta Abarca.
De muy niña comenzó a escribir. Tenia no más de 15 años cuando, acompañando a su madre ya viuda y a sus abuelos, viajó al Perú. Pasaba el barco por Iquique y concurrieron a un recital de Víctor Domingo Silva. Durante la función envió al poeta uno de sus guantes con hoyos en los dedos y una tarjeta que decía: así quedaron de tanto aplaudir". La respuesta fue: "Muchacha, hoy rompiste un guante, mañana será un corazón" Y claro que rompió corazones. Se casó tres veces, muy joven, con el escritor y periodista Carlos Barella. Luego vino su grande y definitivo amor, al decir de Sylvia, la hija del primer matrimonio. Ramón Rodríguez Peri-Echart era un hombre 20 años mayor que ella. Le dio 9 hijos y la vida entera, hasta el último suspiro. Finalmente, bordeando la cincuentena se unió al cubano Ramón Demaría Reyna. Escritor que regresó hace ya tiempo a su patria, y le dió el último hijo: Juan Pablo, un muchacho que hoy tiene 22 años.
Los once hijos formaron una tribu, Sylvia, Norma, Javier, María Loreto, María Judith, Ricardo, Alvaro, Jaime, Marisol, María Carolina y Juan Pablo. Todos vivieron siempre bajo el mismo alero, como polluelos junto a la gallina madre. Ya fuera en el fundo de Chimbarongo, donde se inició la vida matrimonial con Ramón Rodríguez, hombre de alcurnia y buena situación económica. Administrador de Aduanas y con un corazón de oro, tan grande como el de su mujer. "La Posada" se llamaba la hacienda, y allí María Lefebre trasladó el cielo a la tierra, si ello es posible. Aunque nunca le importaron riqueza, dinero, lujo ni comodidades, pudo hacer lo que siempre más le gustó: dar posada al peregrino, comida al hambriento y de beber al sediento. El fundo fue el hogar de muchos. Los artistas iban y venían por los pagos como por su propia casa.
Sylvia recuerda una anécdota. Cierta vez llegaron a "La Posada" los integrantes del dúo Acosta-Montenegro. Cantaron en la fiesta de la trilla, y cuando se aventó la paja, Ramón y María regalaron como recuerdo a los artistas, unas espuelas de plata y cinturones bordados. Pasaron los años. El jefe de la familia enfermó gravemente. Vinieron cosechas malas y terminó perdiéndose todo. Comenzó la pobreza "absolutísima" de la cual nunca jamás lograron, o mejor dicho, quisieron salir. Una noche, en la galería de un teatro llamado Bolívar, muy juntítos, como enamorados eternos, Ramón y María escucharon anunciar al dúo de cantantes. Acosta y Montenegro, dedicaron, entonces, una de sus creaciones a "los magnates de un fundo que nos regalaron estas espuelas de plata". Los magnates, los ricos de antaño, eran ellos, que con los ojos llenos de lágrimas los aplaudían desde la galería, mientras en el escenario tintineaban las rodajas de las espuelas de plata. Vivían a tres cuartos y un repique, pero tenían felicidad a montones.
Una promesa por cada hijo
Los escritores hablan de la artista, de la escritora que no dejó un solo libro publicado. Solo crónicas y versos repartidos al azar en mil publicaciones distintas. Desde que sacó aquel "Santiago elegante", siguió con "Selecciones chilenas", y colaboró en forma permanente en Cosmópolis, de España, dirigida por Enríque Gómez Carrillo; no se cansó nunca. Dejó para que alguna vez se publiquen sus memorias "Una verdadera guía telefónica, por todos los nombres que figuran en ella, asegura su hija.
Si la literatura no le dio dinero ni fama, ganó plata a montones con su naipe de la suerte. Alma de gitana, con una tribu de hijos, inventó unas cartas que sólo decían la buena fortuna. Como "El Vendedor de Sol", de Le Normand, María Lefebre era capaz de distender los ceños fruncidos y hacer mirar hacia lo alto de un cielo puro y azul. Creaba ilusión, belleza y poesía en su derredor la incansable escritora de cartas misteriosas en las arenas de las playas.
Usaba unas 'cadenas gruesas increíbles. Los eslabones representaban a sus hijos y a las promesas que hacía. Nunca hablar mal del prójimo, nunca llorar, siempre sonreír. Maravillosa vendedora de sol que no se paraba en el Pont Neuf, el puente más viejo de París, niño que deambulaba por todos los rincones de la amistad y de la bohemia chilena.
Sylvia repite: era profundamente humana, un corazón a prueba de todos los avalares. Cuando fue rica, su casa de Viña estuvo abierta siempre para todos. Camilo Morí y Pedro Sienna eran habitúes. Cuando fue pobre de solemnidad, sucedió lo mismo. Donde comen 13, pueden comer 15,20 ó 50, según como sea el corazón.
Cuando no tenía, pedía. Se las ingeniaba. Sylvia recuerda una víspera de Pascua cuando vivían cerca de la Estación Central. Un auto lujoso se detuvo frente a la modesta casona con un regalo: un inmenso pavo crudo y un café molido de grano, enviados por una cuñada. Los chiquillos miraron al ave con grosería y también pena. No tenían plata ni siquiera para carbón. Entonces, María le dijo a su hija mayor: "Almendra, ven conmigo. . ." Tomó el paquete de café y una cuchara de sopa. Juntas comenzaron a golpear las puertas de casa tras casa, mientras María decía a quienes salían a abrirle: "Le ofrezco esta muestra de un exquisito café, vale solo unos cobres la cucharada". Juntaron sus buenos pesos. Con ellos se fueron a la feria, y compraron juguetes para todos los niños. Muñecas de cachetes colorados y comistrajos para la fiesta. "Tuvimos una pascua estupenda, dice Sylvia.
LA ULTIMA BOHEMIA
En 1966, el Suplemento Literario de "El Siglo" publicó una nota de María Lefebre, bautizándola como la última bohemia. En ese entonces vivía en su casa de la calle Villavicencio, rodeada de sus cuadros y de sus montones de gatos, visitada por hijos, nietos, amigos y allegados.
Ahí se habla de su arte y también de sortilegios culinarios. Era famosa su olla siempre puesta al medio de la sala sobre un gran brasero. A veces no había nada en ella, salvo muchos deseos de comer. Pero nunca faltaba algo o alguien que salvara la situación.
La retrataron en esa ocasión con un gato que se decía hablaba. Claro que cuando ofreció una conferencia de prensa, de su micifuz, éste se puso terco. Lo único que dijo al final fue una palabra de grueso calibre. Esto lo lanzó a la fama, y la gracia recorrió el mundo. Pero también significó la desaparición del minino hablador.
"Carcajada de cañonazo que le nace de lo profundo", dijo una vez Andrés Sabella, refiriéndose a la risa de María. Hablaba ronco, porque fumaba como carretonera. Pero una dolencia cardíaca que se acentuó con los años, la alejó del vicio.
Sylvia se parece mucho a su madre. También habla ronco como ella. También es escritora. También es alegre y no teme a la vida. Casada con el músico peruano Filiberto Baronti, jubilado como primer violín de la Orquesta Sinfónica, dio a María 4 nietos y 5 bisnietos.
Nos habla de los últimos momentos de María: "Se fue dulcemente, sin sufrir. Estuvo consciente hasta el último instante. Tenía días buenos y malos. Pero cuando se sentía bien en su cama grande y ancha, que invitaba a la charla, pedía lo que le gustaba: erizos, o un rico filete. Y nunca le faltó su vinito blanco. Santa Carolina 3 Estrellas".
Sus hijos han decidido cremar sus restos, junto con los de Ramón Rodríguez, "mi marido", como ella le llamaba. Carlos Barella era "el primero" y el tercero y último, "el papá del niño".
Las cenizas proyectan depositarlas en una placita que llevará su nombre. María Lefebre, que fue dueña del mundo, no puede estar encerrada en un nicho. Ella amaba demasiado la tierra, la gente y la naturaleza. Por eso seguirá viviendo en medio del pueblo, rodeada de niños, mirando con sus ojos sin tiempo a la Humanidad que pasa. Y sus carcajadas de cañonazo resonarán por toda una Eternidad.
Artículo principal de la revista dominical del Diario La Nación del 27 de agosto de 1972, páginas 8, 9 y 10.