Maestra con aula en todas las colmenas.
Para los que tomamos la bohemia como un ejercicio puro, entrenamiento extraordinario. María Lefebre fue la hermana queridísima, fue la maestra maravillosa con aula en todas las colmenas. ¿Dónde la conocí, en qué estrella de papel, en qué calle con pájaros pintados por Herrera Guevara?. A María se la conocía, sin antes ni después, se la conocía, de una vez y para siempre. Era una mujer escapada, sin duda, del fondo de alguna vieja leyenda perdida, era el hada de aquella leyenda desconocida que, súbitamente, nos cogía del brazo y nos conquistaba, sin vuelta, para las milicias de sus locuras deliciosas.
Con Irma Astorga, Mario Ferrero, Ramoné Reyna, Manolo Segalá, Raúl Iturra, Guillermo Banchero, Raúl Brañez, Hugo del Real, y otros cuantos enloquecidos de increíble y de ternura, vivíamos junto a María, inventando aventuras a ras del viento de las madrugadas, creando situaciones de riesgo en que era necesario afirmarse únicamente en el honor de ser poetas. Frecuentamos palacios de la prostitución, y caballeros de mala ley. Comimos en la mesa del contrabandista y del evadido de la justicia, por la sola alegría de saber que más acá de nosotros estaba la cordura, estaba el “espíritu burgués”, estaba el tonto oficial de la sensatez, con tres mil kilos de flojera espiritual adentro de la cabeza.
María existía en el aire de lo inverosímil. Era su patria.
María movía escritores al revés y al derecho.
María se hallaba en los sitios más opuestos cuando en abril de 1951 Salvador Allende se exaltaba en una histórica marcha de la victoria, que culminó en Plaza Bulnes, María, con un tricolor terciado al pecho, sonreía entre las figuras del escenario.
En ese presidium político, ella que no representaba a ningún partido agitaba un airón de humor, un pincelazo del color de la gracia. Cuando le pregunté, al final de la Marcha, que hacia allá, en medio de tanta eminencia ideológica, María replicó tranquilamente:
Yo represento a la cordialidad, yo represento a “la alegría de vivir”.
Y era verdad. Por la noche, nos juntamos en “La Antoñana”, cuartel general de nuestros combates con la luna y con los amaneceres terribles del vino pobre.
María vivía con los pies en la tierra, pero con las alas que todos le podían observar, tras un leve impulso de voluntad, disparadas a los cardinales de la sonrisa, del amor, de la poesía y de la amistad generosa. Sus poemas vibraron más que en libros, en labios de quienes la queríamos. Su única obra fue “Quitral”, brevísima y hermosa, con elogios de Rafael Cancinos - Assens. Soñaba en un tomo de leyendas chilenas, cuyo nombre exaltaba mis ilusiones editoriales con Mario Ferrero: “Juan Gavilla”. Es posible que Juan Gavilla no concluya nunca de llorarla.
Escribo apenas me anuncian su muerte. Voy a concluir este primer retrato suyo, ofreciéndole las catorce florecillas de un soneto:
“¿Es que has muerto, María, por Dios Santo,
morirte tú que fuiste la alegría,
María brava de la poesía
envuelta por las noches, como un manto?
¿Es que puede morir la que era el encanto,
la que sentaba a la melancolía
a beber una copa de ambrosía
en su mesa de patas de amaranto?
¿Es que ya no veremos a María,
conversando con duendes en la esquina,
o trayéndose el mar hasta su pieza?
¡Qué va a morirse esta muchacha fina!
Le duele sólo un poco la cabeza.
Su muerte es una broma a sangre fría.”
Fuente: Texto de Andrés Sabella, publicado por Licha Ballerino en Diario La Nación Revista Dominical (páginas centrales), 27 de agosto de 1972.