A un cántaro de greda y un ramo de rosas.
A un polichinela de trapo y una vieja caja de madera de sándalo.
A mis árboles: un ceibo de hermosas flores rojas que lucía su opulencia en el parque de mi casa solariega;
y a la acacia de mi vereda, que hoy alegra mi ventana.
A unas espuelas de plata, de mi vida campesina en tierras de Chimbarongo.
A mis perros Sonia y Boris – regalo de los Príncipes de Lieven – galgos rusos que venciendo mi cariño, tuve que regalar por su natural apetito.
A polilla, mi quiltra regalona, que perdió su vida en el mar tratando de salvar a una de sus crías.
A Felina, cachorro de tigre, mansa y cariñosa junto a mí.
Al matrimonio inglés, los Parkinson, gallo y gallina de escogida raza de pelea. Miss. Parkinson se dejó morir de hambre al fallecimiento de su emplumado esposo.
A Cyrano, mi burro incomprendido, que amaba las flores y rebuznaba con una tristeza infinita.
A mi gato Rasputín, que a pesar de tener el don de la palabra, nunca se dedicó al pelambre ni lanzó expresiones mordaces.
A mi loro Matusalén, que adopté a la muerte de su dueño, el curita español don Juan Cabello Donoso y que, imitándole predicaba: Hijos míos, amaos los unos a los otros.
Dedicatoria escrita para el libro Puelche, que María Lefebre no alcanzó a publicar.