"Quien no conoce a María Lefebre conoce solo la mitad de Chile", le decía un periodista a Mario Ferrero mientras conversaban sobre las bondades de su genio y figura. Es cierto que, quien no la conocía, fue aquel sujeto que la “emboscó” en un ascensor y, a mansalva, le mostró sus “menudencias” mientras María visitaba a su amiga Amalia Vicuña Armstrong, en pleno centro de Santiago. Sin duda, el hombre no tenía idea de quién era ella; María lo miró con desdén y le dijo: “He visto otras mejores.”
María Lefebre fue el tipo de persona que deja una huella profunda en todos aquellos que alguna vez estuvieron cerca de ella, simplemente por haber compartido una cotidianeidad mágica e infinita. Hay un solo rótulo que le acomoda, y que aparece espontáneamente al evocar su recuerdo: una artista, no solo para crear, sino también para vivir, con todo lo que esa palabra implica.
Nerihanna María Lefebre Lever nació el 7 de febrero de 1902. Perteneció a una acaudalada familia de Viña del Mar, residente en lo que hoy se conoce como Cerro Castillo. Hija de Enrique Lefebre y María de las Mercedes Lever Cáceres, fue apodada “la princesita del dólar” por sus pequeños amigos. Jugaba a echar trozos de papel en una bolsa; cada niño sacaba un papel con un número, y todos los números estaban premiados. Los premios eran sus propios juguetes. A veces, en su coche tirado por cabras, María salía a repartir juguetes a los niños desamparados en las inmediaciones de su casona en la calle Álvarez. Con seguridad, algunos pequeños la vieron en sus sueños volando por el cielo en un trineo cargado de regalos, esperanzas, amor y abrigo.
Hubo consenso entre artistas e intelectuales del siglo pasado, particularmente entre la bohemia santiaguina de las décadas del 20 al 60, de que María Lefebre era un personaje de “otro mundo”. “Era el hada de aquella leyenda desconocida que, súbitamente, nos cogía del brazo y nos conquistaba, sin vuelta, para las milicias de sus locuras deliciosas”.
María fue una escritora que publicó poco. Solo un libro de poesías: “Quitral” en 1922, cuando tenía solo 20 años. Fue fuertemente elogiado por Rafael Cansinos–Assens y Roberto de Torre en la Revista Cosmópolis de Madrid. Después de eso, se dedicó únicamente a vivir, regalando su poesía al mar, escribiendo en la arena; o a la noche, recitando sus versos desde servilletas escritas con la sangre de los dioses.
De esos últimos versos nos dejó una cantidad indeterminada. Aparecían y desaparecían en restaurantes, bares y “casas refugio”, y solo unos pocos fueron rescatados, memorizados por amigos y familiares, después de las incontables veces que fueron recitados durante esos años:
**“En mi copa está el vino, bebedor ¿Qué esperas?
Todo es para ti, quiero verte embriagado
Para ti yo he guardado mi primera vendimia
y en mi copa te ofrezco lo que nadie ha probado.
En mi copa está el vino, bebedor, ¿Qué esperas?
Aún nadie ha podido conocer su sabor
Es vino de viña, fuerza de mi tierra,
bebe, bebe... y serás creador”.**
Seguramente habría consenso en que María Lefebre era una gran poeta, pero que la mejor de sus poesías fue su propia vida. Su vida fue una prosa entrañable, mágica, imprevista. Cualquiera a su lado se sentía como el más mortal de los mortales, mientras ella se erguía como la diva que rompía normas y normalidades; la que convocaba, animaba y cerraba la fiesta permanente, esos días sin rutina que enamoraron a muchos y que hicieron de la bohemia un ejercicio puro y verdadero.
Tenemos fundadas razones para pensar que María Lefebre fue la última bohemia. Y no solo por el hecho de que en el Diario El Siglo, allá por la década del 60, se escribiera un artículo titulado “La Última Bohemia,” refiriéndose precisamente a ella. Tampoco por el hecho de que sus casas se convirtieron en refugio de centenares de artistas e intelectuales de Santiago y de diversos lugares de Chile, donde se desarrollaron las más variadas e intensas jornadas festivas de las que se tenga memoria. Ni por el hecho de que sus periplos y andanzas involucraran a presidentes, diplomáticos, periodistas, poetas, vagos o delincuentes; bohemios todos de diferente cepa y alcurnia.
Nuestras fundadas razones se basan en que ese tipo de vida y, aún más, ese tipo de sociedad, no volvió a recuperar su espacio en nuestra convulsionada historia patria. Creemos que fue una época la que se fue con María. El tiempo de los muros floreados, soportando retratos de familia con fotos en cartón piedra retocadas a lápiz; mesas de centro con objetos de bronce y cristal; arrimos de madera noble, y el infaltable piano que más de alguna vez se dignó a sonar. El tiempo de los ferrocarriles marrones; de coches comedores con espejos, mozos de chaquetas blancas y corbatas "humita", y de bigotes cuidados que acusaban un valioso tiempo invertido. El olor del carbón quemado sobre el roble de los durmientes, el inspector marcando los boletos con un extraño objeto que producía un chasquido particular, las bebidas en bandejas metálicas soportadas por cinturones de cuero blanco, y el pito que anunciaba las estaciones sureñas, atestadas de gente y de humo.
Mantengamos esa imagen para recordar esta anécdota de María:
Cuando Juan Pablo, el menor de sus hijos, era pequeño, María debió viajar a Valparaíso, pero solo tenía dinero para comprar un pasaje, por lo que dijo a Juan Pablo que se agachara en el asiento. Al cabo de unos minutos, se acercó el inspector e insistió en que el niño debía pagar el pasaje. María trató de ser convincente:
“Io no parlo españolo. Mio bambino molto pequeño.”
El inspector midió a Juan Pablo y dijo:
“Señora, el niño tiene la estatura para pagar el pasaje.”
“Io no parlo castellano. Mio bambino molto pequeño, mas non capisco niente” —insistió María.
“Molto bene, signora” —dijo el inspector—. “Si usted no paga el pasaje del bambino, en la prossima estazione va a subir un carabinieri que la hará bajar a usted y al bambino con un palo di luma.”
Por supuesto, no faltó un galante caballero que se ofreció a pagar el pasaje del bambino. Lo curioso es que María, por vergüenza o desfachatez, siguió “hablando en italiano” durante todo el viaje.
Un tiempo muy particular, que habla de sombreros alones y chambergos de corte inglés, zapatos negros lustrosos y pañuelo en el bolsillo. El tiempo en que los hombres jugaban como niños a “corretear de repente las palomas que bajaban de la luna”(Teillier) y a recitar poesías en las escalinatas, como realizando permanentes declaraciones de amor a la vida: “Si yo deseo un agua de Europa, es la de la charca negra y fría donde hacia el crepúsculo embalsamado un niño en cuclillas lleno de tristezas, suelta un barco frágil como una mariposa de mayo.” (Rimabaud)
Una vida de amores en tranvías, con el sonido de adoquines de piedra que inspiraban firmeza de tiempos pasados. Travesías impresas en baúles, sobre vapores relucientes, que disfrutaban del ritmo incansable de clarinetes, violines y trompetas. Canciones que se extendían hasta los puertos y sus bares, y a sus marineros, soñadores por excelencia.
Era, también, el tiempo de la noche. De cánticos comprometidos y cabeceos nostálgicos. Las copas alzadas por las bienvenidas, las copas alzadas por las despedidas. Las mesas soportando mil encantos. Era la noche que traficaba dicha, amor, rabia, pena y llanto. Baudelaire, en su poema “El Crepúsculo de la Noche,” rastrea esos fantasmas, esos “Diablos que van a sus negocios”: prostitutas, jugadores, estafadores y rateros. El poeta de Las flores del mal solidariza con el despojo de los hospitales: “Esta es la hora en que todos los enfermos se agravan; la noche les sujeta por la garganta.”. Todas las “flores del mal” son regadas por el implacable rocío de las peores noches del hombre. Y en paridad de sombras, Edgar Allan Poe acarrea espectros al Museo de las Noches, un helado recinto encendido por hilachas sangrientas de los anillos de Saturno.
Una vez retirado, Sabella “apegaba su oído a las sombras,” para escuchar cómo cantaba el barrio chino de Santiago: “...la resonante cuadra del 800 de calle Bandera. Los redobles del baterista Enrique Baeza, los “solos” melancólicos del clarinete de Rafael Hermosilla, la risa desdentada del “Mono” Flores; los juegos de teclado de Eduardo González; la tristeza del bandoneón de Ángel Capriolo. ¡Ah, los tormentosos amaneceres de las esquinas de San Pablo con Bandera, junto al pintor Juan Ibáñez Cuevas, engullendo con Sergio Casas y Theo Gantz, los humeantes “pequenes” de Manuel, quien envolvía su garganta en una bufanda de 20 metros!”
Pero también era el tiempo de la bohemia en el día. Y, a propósito de Tagore; “La oscuridad de la noche es un saco que rebosa el oro del amanecer.” “La luz es una niña maravillosa, sentada en las rodillas del infinito. Un rayo de luz basta para henchir a un hombre de inmensidad. Yo, que soy amigo íntimo de los faroles, y transmito mensajes de estrella a estrella, aconsejo a todos vestirnos de claridad. Yo, hijo de la noche, quiero morir de cara al día, que avanza jubilosamente hacia los hombres, agitando el sol, como el penacho de su victoria.”
Tenemos fundadas razones para pensar que algo de nuestras vidas se fue con María.
María leía la suerte con un naipe que ella misma inventó. Se hizo famosa con este naipe, y Sabella asegura que con él le leyó la suerte a tres campamentos de gitanos. Lo curioso del naipe es que no tenía cartas negativas, a diferencia de otros. Este, más bien, dejaba a todo el mundo contento y con ganas de vivir.
A la profesión de quiromántica se sumó la de cartomántica. Cuenta Mario Ferrero que cuando vivía en una casa en Avenida Independencia, pasada la Plaza Chacabuco, la visitaba frecuentemente, y notaba que todos los días llegaban automóviles de lujo y señoras encopetadas a consultar a Madame Lefebre, la célebre adivina. Tanto fue el interés de Ferrero que se convirtió en su ayudante. “Me colocó una capa negra con dragones bordados, un turbante de seda lila y unas enormes sandalias que más parecían embarcaciones fenicias. Así, vestido de príncipe hindú, sin más conocimientos que la malicia criolla, me lancé a la singular tarea de adivinar el porvenir”. El problema, dice Ferrero, era contener la risa. “Y cómo no...” —continúa— “...pálido y trascendental, envuelto en el humo de un cigarrillo de opereta, yo tenía que inventar cuanta fábula se me viniera a la cabeza, barajar fechas y signos del zodíaco, hacer preguntas impertinentes que ruborizaban a las señoras, y luego dar los consejos más absurdos y despampanantes como si se tratara de recetar una aspirina.”
María nunca cobró por sus consultas sobre el futuro. “Le parecía bochornoso, atentatorio contra la magia poética, que era en definitiva la única ley que orientaba su ciencia inaudita. Las consultas sentimentales debían ser pagadas en especie y, para ser más explícitos, en vituallas comestibles. Los fugitivos del hogar volvían con dos gallinas catalanas de cola negra, las novias llegaban al altar mediante los sortilegios de un saco de mariscos, los viajeros regresaban a la saga de un congrio de ojos verdes, y las pololas seguían pololeando si traían alcachofas, perdices y aceitunas.”
La comida, al parecer, era consustancial a las casas donde María vivía. Andrés Sabella recordaba risueño la vez que María, habiendo descubierto una casa desocupada frente al Parque Forestal, decidió habitarla, audacia que ultimó en un dos por tres, convirtiéndola en refugio de todos los artistas nocturnos de Santiago. Cuando apareció el dueño para tomar cuenta de este atropello, María, que no sospechaba quién era la visita, lo desconcertó con esta bienvenida: “Tú debes ser artista provinciano, porque no te conozco. En todo caso, puedes quedarte con nosotros... ¡Estás en tu casa!”
En esa casa del Forestal había una cocina sin muebles, solo presentaba imponente un gran fogón de hierro, tipo regimiento, que se mantenía constante y milagrosamente encendido. Todo el que llegaba debía tirar al cocimiento algún elemento comestible: carnes, pescados, mariscos, verduras y las más variadas especias. Se dice que ese caldo era para revivir a un muerto, especialmente a aquellos que llegaban después de recorrer los bares y cantinas que se desparramaban por el centro de Santiago...
Hablar de María Lefebre, de su vida y sus andanzas es una tarea de largo aliento. Por ahora, te invito a reccorrer las anecdotas de María con un selecto grupo de personajes que animaron la vida social del Santiago del siglo XX.
Hugo Baronti Barella