A Luis sus amigos le decían cariñosamente “el oso”. Su recia contextura, su mirada recelosa, su calmado andar como meditando sus pasos, y la cabeza de revuelta melena, en la que lucia prematuras canas, le daban efectivamente la apariencia física de un soberbio oso de Alaska.
Era noble de corazón y amigo leal. Ya en ese tiempo tenía fieles admiradores que se disputaban sus trabajos. Poco antes de partir a Francia, la noche de San Juan, en casa de Juan Egaña que celebraba su onomástico, estaban todos felices. Pancho Vergara lo había regalado con un cajón de champagne, ésto había enardecido los ánimos.
Juan Agustín Araya, autor de “Selva Lírica” y Juan Egaña, director de “Númen”, por algunos motivos recientes “pelaban” a los “pacos”. Jorge Hubner Bezanilla y Juan Guzmán Cruchaga, poetas, hablaban de Eugenio Labarca, residente en París, que había publicado un articulo muy interesante sobre La Quintrala en el cual, además de realzar la personalidad de Catalina de los Ríos y Lisperguer, daba un certero cuadro descriptivo de los bailes, mazurcas, polcas, cuadrillas y lanceros de la época colonial.
Luis, Chela, ya esposa del festejado, y yo, escuchábamos la entretenida charla, mientras Pedro, mozo criado en casa de los Egaña, se multiplicaba pasando “corridas” de champaña a nuestro grupo.
Juan y Juan le pegaban al tinto. Pedro quiso dar un fondo musical a la conversación y colocó en la electrola una mazurca. Luis se sonrió, acababa de declarar su poco entusiasmo por el baile... sorpresivamente me encontré bailando con él, si bien no era la clásica mazurca, marcaba muy certero su ritmo en vueltas y compases.
Los compases coronaron nuestra improvisación. Al oírlos, Luis se sonrojó, pues pareció darse cuenta de lo que había hecho. Enojado se dirigió a la puerta y con un seco – buenas noches – abandonó la reunión.