Siempre que venía al puerto visitaba nuestra casa en el Cerro Castillo de Viña del Mar. Esta vez trataba de mantener su estabilidad, venía bastante curadito, con un paquete en la mano que, según me explico éran camarones para mi refinado apetito. En esos momentos cenábamos en casa Ramón Rodríguez, Zoilo Escobar, Graciela y Juan Egaña. Lo invité a nuestro ágape, cosa que rehusó por estar muy cansado. Nosotros bajaríamos a la playa mientras él descansaba en un sillón. Antes de partir, advertí a mi empleada que echara a cocer los camarones, invitando a todo el grupo a comer al día siguiente.
Regresamos tarde, Ezequiel dormía un plácido sueño. Al despertarlo para que pasara a la alcoba que le habíamos preparado, se negó terminantemente con la porfía propia de su estado, alegándome que tenia sed y apetito, le indicamos la heladera donde podía encontrar fiambres y vino y nos retiramos a dormir. Al día siguiente que era domingo llegaron los invitados. Domitila, mi cocinera me hizo llamar apurada. “Señora - me dijo – no podemos encontrar los camarones”.
Dile a la negra que te los traiga, están en la heladera
Si no están, señora. La negra y yo los hemos buscado por todas partes. Ni las cáscaras aparecen.
Se hicieron las averiguaciones, todas las sospechas recayeron sobre Ezequiel, que en ese momento venía saliendo de la sala de baño y, nos sonreía con la mirada más inocente.
Tú, te comiste los camarones – dijo Julio Walton, apuntándolo con el dedo. Pero Ezequiel protestó indignado - ¡cómo se les ocurre!, Si yo mismo le traje esos bichos negros a la Maria.
¿Qué comiste anoche?, Pregunté risueña dándole margen a una confesión.
Nada Mariíta, sólo preparé un borgoña con frutillas.
Era invierno, las frutillas aún no florecían. En el fondo de la jarra, que había preparado su borgoña con frutillas y que mi empleada traía del comedor, quedaban algunas antenas de camarones.