Sonó la campanilla del teléfono, apenas se oía la voz del médico-poeta Alejandro Reyes, quien hablaba desde la Estación del Puerto en Valparaíso. Acabamos de llegar de Santiago. Estamos en la Estación: Juan Egaña, su mujer, Marta y Moisés Cáceres. Tú lo conoces, estudiante de Ciencias Jurídicas. Queríamos darte una sorpresa, pero las circunstancias lo han decidido de otra manera. Encontramos votado en la Estación a un amigo nuestro. Dime si podemos llevar el cadáver a tu casa.
¿Qué? – no me salió la voz para preguntar más.
Está aquí a mi lado. Juan anda buscando la caja. Chela te llevará flores y yo, con todo respeto, te entregaré el “fiambre”.
Casi me desmayé. Ya la casa estaba llena de gente. Zoilo destapaba en ese momento una botella de Cognac Napoleón.
¡Auténtico Courvoisier! – gritaba - ¡Miren que soy complaciente! Abriendo la botella para que tomen otros. Yo, ni probarlo; el licor es la perdición del hombre.
A mi alrededor estaba la mayoría de los artistas porteños, y en esos momentos, Joaquín Valladares con su guitarra encintada, cantaba cogollitos para mí.
No lo creo muy oportuno, tartamudeé.
¿Por qué?. Ya está oreado, no te molestará en nada.
Tapé el fono con la mano para no ser oído por Alejandro e impuse silencio, explicando a mis amigos la tragedia y rogándoles se retiraran. Julio Walton y Enrique Ponce decidieron acompañarme hasta el final. Los otros estarían en El Restaurante Alemán a una cuadra de mi casa esperando los acontecimientos. Acepté que lo trajeran y en la escalera Julio, Enrique y yo, como idiotas, aguardábamos la llegada del muerto.
Desde la calle llegó un coro de voces acompañados por los acordes de un violín: “Happy birthday to you”, “Happy birthday to you”. Corrimos atropellándonos para imponer silencio y explicarles a los visitantes que, en breve, tendríamos un velorio. Y cual no seria mi sorpresa al ver a los esperados viajeros de Santiago, más un hombre pálido que tocaba el violín. Estallé en ira. Vinieron las explicaciones... todo había sido un malentendido. El cadáver era Alberto Valdivia del cual yo desconocía su apodo. Graciela me traía un hermoso ramo de flores. Juan había encontrado la caja del violín en la oficina del Jefe de Estación y Alejandro, me entregó un gran paquete de fiambres. Después de las explicaciones, avisamos a los otros que aguardaban para que regresaran y, aún con más entusiasmo, continuó la fiesta de mi santo.
El “Cadáver” era de la vieja guardia. “De efigie doliente, magra y solitaria – como relata Sabella - el poeta Alberto Valdivia Palma era la dignidad de la miseria, ¡transparente camarada ejemplar y artista de selección, hundido en la ciénaga de la morfina! Valdivia cruzaba la noche en todas direcciones. En 1932, los pobres y los poetas comíamos en las cafeterías populares. Con sus mesas de morgue, sus chorizos con puré a sesenta centavos, sus tazas de café con leche, insondables y pesadas, y sus panes “pericos”, no las olvidaremos los que ahí refugiábamos nuestra joven bohemia.
En la cafetería popular de la calle Bandera, sita en los bajos del cabaret “Shangai Lily”, intimamos con Alberto Valdivia. Caían las noches, y, como si lo descolgasen de una estrella de manicomio, aparecía el “Cadáver”, cubierto por un sobretodo inmenso, para su talla y su flacura. Debajo de su brazo no faltaba nunca un paquete envuelto en diarios. ¿Qué guardaba en este bulto clásico de los náufragos de la ciudad?. Sencillamente, el útil de su deleite y de su muerte: la jeringuilla del vicio. Valdivia sugería una figura de cera. Su delgada y ganchuda nariz de husmeador de “la felicidad perdida” era la proa de la pobreza. Como el grabador Ricci Sánchez, víctima, asimismo, de la droga, Alberto pisaba la noche con pie de niño maltratado. Yo aseguraba a los amigos: - Alberto camina a su propio funeral...
Él musitaba con unción, como rezando sangre, la estrofa final del poema “Horas pasadas”, de su libro “Romanzas en gris”, editado en 1922:
“Recuerdo las tristezas del campo solitario;
el beso de la noche, la música del viento,
y aquel rayo de luna, caduco, imaginario,
que iluminó la fosa en el postrer momento”.
Pocos días antes de morir – continúa Sabella - conversamos, casualmente, en calle San Diego. Corría noviembre de 1938. Alberto falleció en la casa de Orates. Cuando le fui a visitar, para entregarle lo que me encargaba, recibí la noticia. Inmediatamente acudí a la botica de Pepe Lafuente Vergara, para compartirle mi angustia. Pepe me sentó ante su máquina de escribir; de este modo, señalaba mi deber: el artículo se insertó en “Vanguardia Farmacéutica”, que él dirigía. En “La Opinión” Víctor Domingo Silva, firmando con un pseudónimo, Cristóbal de Zárate, elogió a Valdivia, nombrándolo hermano de Juan Ramón Jiménez.