Stella no tiene por qué aparecer en éste libro. Se metió por su gusto y de puro consentida.
La conocí el año 47. Era una niña, trabajaba en El imparcial, recién llegada de La Serena. Se paseaba “olímpica” de uno a otro departamento del Diario. Echando chispas bajo la luz de las ampolletas, su roja cabellera incendiaria.
Después de un rato de conversación, en la gerencia, me preguntó:
- ¿Que te parezco, me encuentras muy rara?.
La miré con simpatía, desde un comienzo su presencia me recordó a un pequeño gruña-gato montés que me regalaron en el norte, y fue imposible domesticarlo del todo.
- Dime - insistió - ¿Qué te parezco?
- Un gato montés.
- ¿No temes que te rasguñe?
- Tuve uno, a mi no me rasguñó.
- Bueno María... te prometo que a ti nunca te rasguñaré
Y se despidió con un guiño y un alegre “hasta pronto”.