Me encontré en Limache con Maria Monvel y su marido Armando Donoso. El doctor Charlin, había recomendado al escritor una temporada de reposo, y por una simpática coincidencia se alojó en un hotel vecino a mi residencia.
Maria, solícita, procuraba hacerle grata la estadía en ese apacible pueblo. Las distracciones del erudito se habían acentuado con su enfermedad, y su mujer le advertía a cada instante; Armando, ¡olvidaste tu pluma!, Armando ¡olvidaste tu sombrero!, Armando ¡olvidaste tu remedio!.
Un domingo lo esperamos conversando en el Lobby del Hotel, que repleto de gente, en ese instante, obligaba a los empleados a correr para satisfacer todos los pedidos. Armando vestía elegante traje de tela. Antes de llegar al comedor, se dejó caer agotado en un asiento, sin haber advertido un cartel que decía: ¡CUIDADO CON LA PINTURA!.
Desde el jardín se dirigió a nosotras y muy galante volvió para saludarme. Entonces, Maria vio las horribles rayas que habían teñido sus pantalones. Maria grito horrorizada: Armando ¡tus pantalones!. Este, creyendo que había olvidado colocárselos y haciendo el gesto pudoroso de Adán después del pecado original, logró ocultarse tras el mozo, que venia cargado de platos, derribándolo, para después emprender una carrera de “obstáculos” hacia al dormitorio.