Tengo muchas cosas raras para el concepto común de la gente, pero muy cómodas para mí. Una de ellas, es la absoluta imposibilidad de escribir en un escritorio: el suelo, una cama, un cajón o cualquier cosa donde apoyar un papel, y entonces las ideas fluyen.
Fui amiga de Augusto D´Halmar. ¡Cómo recuerdo su amistad!. Su charla inimitable, su innato don de atracción, su noble figura envuelta en el nimbo de capitán de un barco imaginario... Augusto D´Halmar; el de la prosa refinada y el corazón ancho.
Un día, en su casa, coloqué unos cojines y me tendí cómodamente sobre la alfombra oriental que cubría el piso de su sala de trabajo. Comencé a escribir... Augusto, fumaba su pipa, y respetó mi inspiración.
Al terminar, le pedí que leyera las semblanzas de amigos comunes que había escrito. Le gustaron, me estimuló a continuar en la tarea y con vil declamatoria, agregó. Decidme, señora, ¿qué os ha inspirado estos recuerdos?.
Contesté: - primero, tu compañía; después, esta preciosa alfombra. Si no te molesta, vendré más a menudo. ¡Me gusta tu casa!.
Augusto ofreció galante: - es tu casa Maria, dispón de ella... y la alfombra te la regalo.
Inesperadamente regresé de Valparaíso. En Santiago nos veíamos poco; mis muchas ocupaciones me privaron de ese placer. Su muerte puso luto en mi corazón. Pasado algún tiempo, y por casualidad, llegué hasta la residencia de Eduardo, hijo adoptivo del escritor.
Hablando de muchas cosas, recordando el pasado, surgió nítido su arrogante y fino temperamento. Eduardo me dijo: - tengo en mi poder la alfombra que a usted tanto le gustaba. Permítame, señora Maria, que se la entregue; papá solía llamarla “la alfombra de Maria”.