Isaías Cabezón, inició su carrera de éxitos en 1917, al ser premiado su afiche en el concurso de la fiesta primaveral en el día de los estudiantes, y continuar sus triunfos dentro de un depurado estilo de gran acuarelista.
Después de viajar por varios países europeos arribó a Berlín, donde fue contratado por la compañía alemana de cinematografía - U.F.A. – como escenografista.
Por aquellos años, los medios que se empleaban en los trabajos del cine eran un tanto primitivos: largas escaleras plegables sosteniendo en su cima pequeñas plataformas, donde los pintores se acomodaban para colocarse zancos de variadas alturas, según fuera el trabajo a ejecutar.
Isaías contempló con qué facilidad sus compañeros se desplazaban sobre aquellos horribles palos, como si fueran naturales a sus piernas. Haciendo de tripas corazón, logró finalmente vencer el miedo que lo sobrecogía, y se empinó airoso en los zancos que le habían endosado.
Uno de los muros del estudio lucía un gran mapa de Chile, con sus cerros repletos de árboles con enmarañados ramajes, nevadas cordilleras y caudalosos ríos. Junto al lago Panguipulli, dos indios portando en un palo sobre sus hombros cuelgas de salmones. Por la Provincia de Cautín, indias araucanas, rodeadas de chiquillos, tejían choapinos junto a sus rucas, y en Santiago – nuestra capital -, sobre el Cerro Santa Lucía, otro indio disparaba sus flechas. Todo en Chile eran indios, flechas, plumas, selvas, exotismo.
Con rabia, sorprendió a varios utileros que registraban su equipaje, y éstos confesaron – al ser descubiertos – que sólo querían mirar sus emplumados adornos. Esas cosas absurdas lo tenían pleno de indignación.
Cierta vez, mientras ejecutaba su trabajo, alguien le gritó en alemán:
¡Bravo chileno! ¿Ya te acostumbraste a las alturas?.
Isaías no desperdiciando la oportunidad, le respondió en el mismo idioma:
Sí, alemán. Estoy acostumbrado a pintar en las terrazas de los rascacielos de más de 25 pisos, que hay en mi país.