A los 7 años, tuve un maestro. Fue en Quillota. Pasaba mis vacaciones donde unos tíos abuelos: mi tía, una viejecita diminuta muy parada en hilo y llena de abolengos, firmaba con todos sus apellidos: Ángela Caro Allende De Rojas y de Carvajal; él, un recio varón, que estampaba su nombre con un seco Ramón Rojas.
Mis tíos tenían una antigua casona estilo colonial en la calle San Martín de esa localidad. Oculta en un arcaico balcón, entre los maceteros de floridas hortensias, miraba salir de su casa frente a la de ellos, a mi personaje inolvidable, el poeta Santiago Escuti Orrego, querido rector del Liceo de Hombres. La majestad de su porte, el macfarlán negro, su sombrero de fieltro alón, le daba aún más prestancia. La gente lo saludaba con respeto. Era proverbial la bondad con que trataba a sus alumnos. De faz risueña, tenia ojos muy azules y una barba dorada como las efigies de Cristo.
Una tarde venciendo mi timidez, abandoné mis juegos y corrí a su encuentro para tomarme de su mano. Él me acogió con simpatía, y desde entonces, empezó una gran amistad entre nosotros. Esperarlo todas las tardes fue una costumbre; Escuchaba embelesada sus palabras llenas de inspiración. ¡Que bien interpretaba para mí el gorjeo de los pájaros, las voces del agua, los rumores del viento!. Descorría telones mostrándome bellezas ignoradas. Me habló del amor a nuestros semejantes, me mostró la creación en su infinita belleza, me aconsejó no cerrar las puertas de mi corazón, tanto, que llegué a amar las piedras y a respetar a las pequeñas y laboriosas hormigas. “Todo esto - me decía – son las inmensas maravillas creadas por Dios”.
Terminó el verano y regresé a mi casa de Viña del Mar. Él solía visitarnos algunos domingos. Mis familiares también se habían acostumbrado a su presencia. Su llegada era anunciada con timbre festivo, la empleada corría donde mi madre – “llegó el señor poeta, señora Mary”. Todo era una fiesta. De mi mano llegaba al salón, donde todos lo rodeaban. Mi madre ordenaba ricas viandas, mis tías recordaban viejas recetas y los empleados andaban en puntillas, cuando el poeta leía sus versos.
Al cumplir 8 años, don Santiago me regaló mi primer álbum de poesía, donde escribió:
“Ama, cree en Dios, espera.
Dios sonríe dondequiera
de su inmensa creación.
Brilla en la azulada esfera
y canta en el corazón”.