Germán Montero, escultor e Ismael Roa, pintor, habían obtenido premios en el Salón Oficial de Bellas Artes. Celebrando tan fausto acontecimiento, empezaron a “tomar” en un boliche clandestino cerca del Teatro Normandie, para continuarla por bares y restaurantes céntricos invitando amigos y derrochando el dinero. 17 días con sus respectivas noches duró la parranda. Ya solos y cansados de ponerle, contaban sus reducidos capitales a las 12 del día en una mesa del Restaurante Black and White.
Buena la tontera – dijo Roa de mal humor – y por las puras, corrobora Montero. Nos vendría bien un caldillo picante, los dos estuvieron de acuerdo pero se les había terminado el dinero. Vamos a almorzar a mi casa convido Montero, los ánimos no deben estar muy buenos pero, a lo hecho pecho, y partieron sin imaginarse la sorpresa que les esperaba. Al llegar a su “hogar”, Montero casi se desmaya, la puerta cerrada con llave, las ventanas herméticas y de la mujer ni luces; en un papel sujeto a la puerta con un alfiler quedó la despedida; “adiós sinvergüenza”.
En el club de la Unión (Unión de Artistas y Bohemios Club Social Pinochet Le Brun) Germán Montero, generalísimo de un ejército de botellas, esperaba a su amigo, el conocido pintor de grandes éxitos Arturo Pacheco Altamirano, hijo Ilustre de la ciudad de Chillan.
A la llegada de Pacheco acompañado de su chofer “el patas de hilo” le colocaron, con toda delicadeza, el vestón a Montero y después lo sacaron de un “ala” para meterlo al automóvil y tomar rumbo a Los Cerrillos. En el puerto aéreo despedían a unos chillanejos “palogruesos”. Montero cuenta: - fue muy regada la fiesta, a la segunda botella de whisky la película se me había borrado. Desperté en una cama que no era la mía y quedé desconcertado al contemplar el desorden de la alcoba: cuadros y espejos quebrados, la cañería del agua rota y mi ropa mojada en el piso. Asustado me puse de pie pensando que la habíamos hecho de oro, salí al pasadizo, también estaba en desorden, las plantas con sus maceteros rotos y en el suelo un armario volcado. Los ronquidos de Pacheco me llevaron a su presencia, éste dormía vestido sobre el lecho, molesto con mis remezones para despertarlo se incorporó reclamando – desgraciados, no me han dejado dormir con la batahola que armaron, ¿quién peleó en el pasadizo? - No tengo la menor idea. Parece que anoche la anduvimos guaneando. ¿Dónde están los otros?.
El dialogo se interrumpe por el llanto de una mujer en la calle, se sienten carreras y lamentos. La sirena de una ambulancia anuncia su llegada. Pálidos se dirigen a la ventana, un grupo de gente da paso a los camilleros, mientras cuatro carabineros retiran de la vereda un letrero caído. Entreguémonos mejor, dice atemorizado Germán. Bajemos, decidió Arturo. En la calle nadie los interrogó, el dueño del hotel en la puerta de su establecimiento vendaba la cabeza de un mozo. La multitud corre, parte el carro policial, quedan solos, espantados. El dueño del hotel no los saluda pero mirándolos asegura - esto no lo olvidarán nunca. Yo... - tartamudeó Pacheco Altamirano – y no alcanzó a decir más porque un fuerte remezón le cortó la palabra y juntos huimos con la gente hasta llegar a la plaza. Ahí quedamos impávidos, la borrachera se nos había pasado como por encanto. Otro temblor. Arturo cae sentado sobre un banco. Yo me persigno y uno mi voz a un grupo de evangélicos que piden misericordia. Esa noche un trágico movimiento sísmico había azotado la ciudad de Chillán. Francamente, dice Montero, acentuando su parpadeo, yo no tuve idea de nada, apenas supe del terremoto y todavía no sé como llegué a Chillán.