Corría el año 45. Aún la gente era romántica y mezclaba a sus grandes descubrimientos léxicos la palabra “Amor”. Como en las novelas de Heinrich Mann, también nosotros comprendíamos a esas mujeres desequilibradas en su dolor que ponían fin a sus vidas, epilogando en esa forma su tragedia.
Yo estaba curiosa por saber quién era Mario Ferrero. Había leído su primer libro. Es un buen poeta, pensé, pero en mi imaginación su facha corporal cambiaba siempre de aspecto. Ya era un don Juan casquivano, ya un enamorado casanova y, para que negarlo, en otras surgía como un “abarcador” Julio Cesar.
El motivo de mi curiosidad era plausible. Dos mujeres se habían suicidado por él. Otras tres fueron salvadas al borde de la muerte. La primera, estilando agua del ancho mar. La segunda, rescatada de un sueño profundo. Y la tercera, imitando a “Petroneo”, se cortó las venas en el baño.
Mario vivía cerca de las nubes, quiero decir, en el último piso de un alto edificio, en un acogedor altillo. Hasta allí llegué. La puerta de su departamento estaba abierta; pregunté: - ¿se puede?. Adelante – respondió una voz de inmediato. Entré a una pieza-biblioteca, donde un centenar de libros me dieron la bienvenida. La misma voz indicó: - Pasa. Era una alcoba pequeña; un estante con libros, una mesa, y el detalle, solo una taza con una flor. En el lecho, un muchacho desnudo hasta la cintura leía un libro de Proust. Al verme entrar se sorprendió, pidiéndome perdón púdicamente y nervioso, se tapó hasta el cuello. Solo alcancé a ver tres lunares, como las “Tres Marías”, bajo su tetilla izquierda.
- Busco a Mario Ferrero – dije confundida, saliendo de su intimidad.
- Soy yo, oí que me decía
- Levántese – grité – lo espero en la biblioteca.
Sentándome escuché el ruido de la ducha, y al poco rato llegó él, luciendo una elegante bata negra.
- Estoy gratamente sorprendido – dijo risueño -. Esperaba a un amigo, pero... esto es más agradable. Bienvenida.
Era menudito, chiquito, buen mocito, muy simpático. Observé extrañada que no era ese tremendo Mario Ferrero que me había imaginado, y para convencerme volví a interrogar:
- ¿Pero, estás seguro que eres tú, Mario Ferrero?
- Hasta ahora no lo había dudado nunca, respondió.
Se inició una charla ligera con algo de pimienta y un poco de seriedad. Lo observaba, y no podía entender ese lote de suicidios.
Permítame que la invite a almorzar, señaló.
Acepté sin titubeos, permaneciendo entretenida entre sus libros mientras él volvía a su habitación. Regresó ya vestido y salió a la terraza. Por medio de señas hizo subir a un garzón de un restaurante vecino. A su llegada me rogó – por favor, señora, déjeme elegir su menú, y como buen gastrónomo, pidió un rico vino blanco, un exótico plato de mariscos y un postre de duraznos. Todo resultó exquisito y como él lo pensó. Ese encuentro selló el comienzo de una amistad que perduraría por toda la vida.