Con Julio, me unía una gran amistad. Pintó una tela para mí, sobre un mantel celeste un vaso con una flor siempre viva. En mis continuos viajes, la tela sufrió quebrajaduras. Julio me la pidió para remozarla. Ya en Santiago, mi trabajo en un diario nos alejó. La muerte del maestro a quién quise tanto la supe por la prensa, entristeciéndome hasta el llanto.
Pasó un año, Magali Ortíz guardó para mí una tela de su padre, y sin saberlo era precisamente mi tela. Le gustó la claridad de la pintura, la simplicidad de su composición y decidió ofrecérmela.
Y aquí se complica la anécdota. Dije que era mi tela. Sólo que las queridas manos del maestro, habían pintado junto al vaso y la flor una manzana tentadora...