Mi inteligente amigo Pérez de Arce, allá por el año 1927 era reporteo de teatro y espectáculos y por esa época llegaban a Valparaíso grandes compañías. Las primeras “niñas piluchas” en un conjunto de variedades y los mejores circos europeos.
Para mal de sus pecados, comenzó haciéndole la ronda a la trapecista del circo San Brown, muchachita linda que deslumbraba a los concurrentes con sus acrobacias, y se fue enredando en tal forma que la chica quería quedarse para siempre en el Puerto.
Se armó el feroz lío. Roberto transpiraba y suspiraba por arreglar el asunto. Su sueldo era mínimo ya que dedicaba pocas horas al diario; seguía tercer año de leyes.
Se fue el circo, cuando creía poder respirar tranquilo la trapecista apareció en la redacción del diario. Feliz había conseguido dos pasajes para ellos, pagados por San Brown y un contrato para él, de payaso. Tendrían que tomar un barco rápido y alcanzar el Oropesa en Antofagasta.
No quedó otra cosa que confiarse a don Joaquín Lopeley, director del diario (que Dios lo tenga en su santo reino), y él arregló todo ese tremendo lío, no sin antes echarle una buena reprimenda.
Cuenta Roberto:
En realidad no había necesidad de entrevistar a las autoridades, no encontramos al Alcalde, andaba campo adentro errando animales y todo se hizo en base a elocuentes fotografías. Me acompañaba Julio Brynlidsen, uno de los mejores reporteros gráficos que he conocido.
Después de nuestra información para La Estrella de Valparaíso, el jefe de crónica quedó muy satisfecho, estaba empeñado en una campaña para el mejoramiento de calles y plazas de los pueblos vecinos. Las autoridades quedaron por el suelo. Salió la información y al día subsiguiente el secretario de la alcaldía me citó a responder como hombre ante el alcalde. Fuimos con Brynlidsen a entrevistarnos con el personaje. Yo, por precaución me eché al bolsillo la pistola. En la estación fuimos recibidos por el ofendido, un hombronazo de dos metros de estatura y ciento cincuenta kilos de peso que, después de los saludos de rigor, me invitó a sacarme la chaqueta y arreglar ahí mismo, en plena Estación, el asunto “a la chilena” – es decir - a puñete limpio.
Mientras tanto Brynlidsen se preparaba para lo peor. Yo, al ver que se me venia encima ese tremendo sujeto, saqué la pistola. El alcalde, sujetando sus ímpetus, mostró un buen revolver y me explicó que las cosas en ese pueblo se arreglaban “a lo hombre”. Intervino el secretario quién decidió que era la hora del aperitivo y que podríamos seguir discutiendo en el Circulo Social de la Localidad. Así se hizo, y a eso de la una de la tarde, después de explicaciones y bríndis, todo quedó arreglado, pero tuvimos que aceptar un almuerzo, y a las seis de la tarde acompañar a las autoridades a una Quinta de Recreo, situada en un pueblo vecino, donde había unas niñas “que le pegaban muy bien a la guitarra”. Hubo que complacerlo y sacrificarse como buenos periodistas. A las nueve, el alcalde dejaba su revolver en manos de “la patrona”, como garantía de una cena. Unos 30 minutos después, “mi negra” y la "pluma fuente" de Brynildsen corrían la misma suerte.
En el último tren de la noche llegamos con dolor de cabeza al puerto, pero contentos de habernos sacrificado por la profesión.
Éramos dos caballeros de la pluma con el honor intacto.