David Perry, el bizarro sonetista de “Los Témpanos Errantes”, habituaba a vagabundear después de las comidas, a las que se unían Carlos Barella y Luis Durand, hablando, naturalmente, de literatura. Una noche David propuso escalar el cerro Santa Lucía, para recitar allá, en alta voz, los poemas amados de Julio Herrera y Reissig y de Armando Vasseur, cuyos “Cantos Augurales” de 1904 recién adquiría yo en “librería de viejo”. Ni Barella ni Durand aceptaron la excursión.
Iniciábamos nosotros el ascenso, cuando, agriamente, nos retuvo un vozarrón:
¡Deténganse!
Obedecimos. Un guardia se acercó con evidente enojo:
¿Qué iban a hacer, allí arriba?... ¿No les da vergüenza?...
Y el tono despectivo nos reveló su juicio. Perry reaccionó con celestial parsimonia:
Usted se equivoca. No somos eso que se imagina...
El guardia contragolpeó:
¿Y entonces, a qué subían?...
A coro replicamos:
A recitar versos.
La violencia del guardia nos enrojeció hasta los huesos:
- ¿No es para morirse de asco? No son eso...No son eso... ¡y andan recitando versitos como las mujeres!