La Gran Avenida llevaba a la casa de Pablo y Winett de Rokha. En una de sus calles transversales, tenían una quinta; en la quinta, un sauce; bajo él una mesa que circundaba al añoso tronco del árbol.
Pienso que, al evocar la casa del artista, el sauce y la mesa, tendrían que aparecer alrededor de ella, grandes figuras políticas e intelectuales que visitaban al magnifico poeta. Pero... voy a confesarlo, en mi recuerdo surgen enormes choros amarillos, almejas, longanizas, doradas gallinas y jarras gigantes con vino blanco y tinto. También veo platos soleados en Pomaire y Talagante, llenos de aceitunas, chancho en piedra, cebollitas nuevas, rabanitos y el verde y sabroso cilantro.
Me gustaba ver llegar a Pablo con su carga de paquetes de la Vega Central o del Matadero. Al grito potente de “Luisitaaaa”, que desde la puerta anunciaba su regreso, salían todos a recibirlo; los chiquillos en tropel, la empleada seguida de Pasionaria, su cría; Coronel, el perro, dando saltos y meneando la cola y, a estas alturas del recuerdo, aún no me explico cómo la querida amiga ausente era la primera en llegar a rodearle el cuello con sus brazos. ¡Nunca faltó un delicado recuerdo!. Luisita amaba las flores, y, el poeta amante trajo para ella las primeras violetas.
Cuantas veces miré a Luisita enamorada. ¡Feliz! Reclinar su cabeza plateada en el viril pecho del hombre. Volvía la alegre caravana y se cumplía el rito de distribución bajo la mirada autoritaria del dueño de casa. Paquetes a la cocina, a la mesa del sauce y a la despensa, un subterráneo aderezado hermosamente con los productos de la tierra: cebollas colgando de las vigas del techo, cuelgas de ajo en las paredes, y formando montones en canastos: verduras y hortalizas.
Continuaban las órdenes, risas y carreras. Llegaban como siempre las visitas, Coronel, juguetón, ensuciaba los trajes con sus patas llenas de tierra: “Amarren a ese perro ¡carajo!...”, pero la orden se olvidaba entre alegres saludos. Eran todos felices junto a la mesa abriendo choros, estrujando limones, despresando gallinas, mientras el vino brillaba en los vasos. ¡Salud!. Pablo insistía con su cordialidad, Coronel meneando la cola engullía esqueletos y cogotes, las aves, libres de su prisión, contentas, disputaban al perro sus regalías.
Era el corazón de Pablo como un océano envolviendo su hogar-isla, en la cual se alzaba señera la figura de Luisita. Ahora camina el hombre solo, cargado de soledad. Ya no existe la puerta donde él anunciaba su llegada: ¡Luisitaaaa... !.