El actor Pepe Rojas y su amigo el poeta Carlos Barella paseando por Rancagua hicieron amistad con un señor Baquedano. Para celebrar tan feliz acontecimiento y con una sed espantosa, recorrieron todos los bares de la ciudad. A medio día los acompañaba una “Real mona”, quien les aconsejó arrodillarse en plena plaza y rendir un homenaje llorando a las madres, las viudas y los huérfanos de los mártires que cayeron tan heroicamente en el Sitio de Rancagua. Después de esa emotiva manifestación de pesar, quisieron seguirla pero, desgraciadamente para ellos, todos los bares y cantinas habían cerrado sus puertas. Baquedano se vio en la obligación de invitarlos a su casa, explicándoles por el camino que todos sus familiares estaban de veraneo y que para esos “diítas” de soledad había tomado una empleada pródiga de encanto y generosas curvas.
Ya cómodamente instalados en su residencia, empezaron las lloradas confidencias. Baquedano, contó llorando a sus nuevos amigos las veleidades de su acompañante que, a pesar de todas sus promesas de amor, no se rendía a sus solicitudes. Carlos Barella lloró en recuerdo de un hijo que no alcanzó a nacer. Pepe Rojas sollozaba por el hijo que soñó y que nunca tuvo. La empleada conmovida ante tanto dolor también lloraba acompañándolos en sus libaciones. Pepe, dramático, se mesaba el cabello evocando la muerte. La fámula se acercó a él diciéndole. - ¿cómo usted, tan buen mozo, tan elegante y tan distinguido va a querer morirse?. Seria una lastima caballero. El actor, entreviendo alguna posibilidad en la admiración expresada por la empleada, se acercó a ella rodeándole la cintura con sus brazos y hundió su cara, bañada en lágrimas, en los exagerados encantos de sus pechos. Baquedano, herido por lo que consideró una deslealtad de su nuevo amigo, furioso descolgó del muro una vieja espada de su tatarabuelo y blandiéndola, quiso atravesar con ella al fresco que le robaba su tesoro. Por suerte tropezó con Carlos Barella que, sentado en el suelo, ésta vez se reía como loco, contemplando a su amigo. La mujer, para calmar a Baquedano por primera vez hacia promesas alentadoras a su patrón. Este creyéndolas aminoró su ira, y como Ángel del Paraíso con seño adusto mostró la puerta de calle con la punta de su espada expulsándonos de su hogar.
Ya en el tren a su regreso a Santiago, Carlos y Pepe lloraban por las incomprensiones del querido amigo Baquedano.