Ángel Cruchaga y su simpatiquísima mujer Albertina Azócar, habían volado desde Pei-ping, atravesando gran parte de Asia y Europa, viaje sin contratiempos y lleno de belleza. Comenzaba a despegar del aeródromo de Dakar, cuando una hostess del cuadrimotor de la S. A. S. en el que viajaban, cumpliendo órdenes, salió muy sonriente, de la cabina del piloto portando un paracaídas y dio precisas instrucciones para uso en el caso de una posible caída al océano Atlántico.
Las palabras de la hermosa auxiliar produjeron en Ángel un miedo profundo. Explicable como deberían luchar contra el peligro: había que romper una de las ventanillas y saltar al vacío – y – solo entonces abrir el paracaídas, siguiendo estrictamente las instrucciones.
Fueron momentos terribles que pasó Ángel en su regreso de China, kilómetros de kilómetros con un miedo espantoso y ya en el colmo de su psicosis, se agarró con desesperación de su mujer. Albertina, que con una gran serenidad lo miraba, le dijo tratando de consolarlo: “¡Que importa la caída, si morimos juntos!. Él respondió con una tétrica sonrisa reclinando la cabeza sobre el hombro de su valiente mujer. Más cuando el cuadrimotor comenzó a atravesar el Atlántico y la hostess ofrecía champaña, cognac, whisky y toda clase de exquisiteces, su pavor renació, pensando en una ultima opípara cena de los condenados a muerte y medio desvanecido continuó su viaje. Fueron las tres horas mas largas de su vida. Ya recién en tierra firme, dio un hondo suspiro de seguridad.
Allá por el año 17, en mi residencia del “Palacio Urmeneta Hotel”, un grupo de mis amigos poetas escuchaba entretenido la palabra del bardo colombiano Claudio de Alas. Terminada su charla, abrazo cariñosamente a su gran amigo Ángel Cruchaga, diciéndole: ¡Sí, Ángel, sí!, Esta mano que tú conoces y que hasta ahora solo ha servido para escribir muchos versos, algún día, obligada por las circunstancias, se alzará buscando mis sienes o mi corazón para destrozarlo de un pistoletazo. Entonces será tuya, y podrás reclamarla a quien corresponda.
Con gesto nervioso echó sobre su hombro, como un ala de cuervo, el borde de su capa negra.
Años mas tarde, en Argentina, enfermo, acosado por la miseria, y tal como lo había presentido, puso fin a su azarosa vida.
Ángel, me cuenta, que muchas veces en arabescos de sombras, ha creído ver la mano de su amigo.