Si he de juzgar por el pillo que me asaltó aquélla madrugada, los ladrones son hombres ejecutivos. Naturalmente que el juicio puede fallar, especialmente si alguien lo tiene a uno apoyado contra la pared y con un cuchillo a un centímetro de la garganta. Fue lo que me ocurrió a mí. El hombre surgió súbitamente frente a mi. No vino de parte alguna; pareció estar allí desde siempre. El cuchillo me inmovilizó mucho antes de que pudiera hablar.
No quiero hacerle nada – me dijo – deme la plata y el sombrero.
¿Por qué el sombrero?. Estaba demasiado asustado para preguntarle nada. Además, no me dio tiempo. Retiró el cuchillo y lo guardó en uno de sus bolsillos.
- Yo le conozco a usted – dijo – menos mal que no lo “clavé”.
- ¿Que me conoce? ¿Que usted me conoce?
- Claro que sí. Usted me afianzó una vez hace mucho tiempo; Fue en el “Quinto”. Usted estaba con otros periodistas. Porque usted es del diario ¿no?
- ¿Y por qué yo?
- No lo sé. “El severo” pidió una fianza y, de todos, usted firmó.
- No entiendo.
- No importa. Lo acompañaré un trecho. Este barrio está lleno de sinvergüenzas.
- Ya lo veo.
El hombre no mentía. Todavía alcancé a hacerle algunas preguntas.
- Usted no parece un mal hombre. ¿Por qué no deja el oficio?
- ¿Para qué?. No sé hacer otra cosa – pareció vacilar - ¿quién me dará trabajo? ¿Usted?. Estoy muy "fichao".
Me dejó cuando creyó que estaba a salvo. Pero no fue en blanco. Me pidió el sombrero. Naturalmente que se lo di gustoso. Pienso que eso fue lo único que ganó honradamente en su vida. Después de todo, me acompañó cuadras bravas, y por hacerlo perdió parte de la noche, y, después de todo... ¡la noche era su trabajo!.